Lo ocurrido en la frontera con Melilla nos recuerda, una vez más, que ni el disuasorio modelo europeo de “fronteras verticales”, ni las mafias que trafican con refugiados y migrantes, ni la adversidad de geografías inhóspitas, alcanzan para doblegar la fuerza dinámica de la movilidad humana.
Hay palabras que resuenan aunque las digan voces apagadas, agónicas o anónimas. Palabras que rompen la coraza de los relatos únicos y revelan sus inconsistencias y contradicciones, reafirmando que “aun en el tiempo de los metadatos” -como escribió Yolanda Reyes-, “siempre hay datos que faltan”.
Entre todos los vídeos que a finales de junio registraron las horas en las que 1.700 seres humanos intentaron tomarse un puesto fronterizo en Marruecos para alcanzar Europa y quedaron atrapados en un socavón de injustificable brutalidad, hay unos que ponen de relieve un elemento esencial en todo este relato, tan viciado de estereotipos y prejuicios.
Esos otros testimonios, con una viralidad residual, muestran el arribo de alrededor de 130 jóvenes africanos -en su mayoría sudaneses- a las calles de Melilla, esa esquina africana de España, ese lejano borde europeo del sur. Maman, je t'aime! (¡Mamá, te amo!), Maman merci! (¡Gracias mamá!), gritan a la cámara de un móvil que les graba como si se tratara de una victoria televisada. ¡Mucho te quiero, mi madre!, dice otro chico destrabando su español. Todos celebran el fin de una travesía que inició mucho tiempo atrás en lejanas aldeas del África sub-sahariana.
¡Boza! ¡Boza! ¡Boza! cantan eufóricos. Escucharles es recordar las páginas de Hermanito, el testimonio de Ibrahima Balde, un joven guineano que recorrió el desierto, las urbes y el mar hasta España buscando a su hermano menor, Alhassane. “Es un grito de los africanos. Se canta cuando la aventura en el mar termina bien” explica.
Esas imágenes configuran una narrativa migratoria alternativa en la que esas personas no son datos fríos y oscilantes; ni titulares para el periodismo sensacionalista; ni cebo para la política del odio. Un relato en el que los 23 muertos que dejó el asalto a Nador de ese viernes de junio -según cifras oficiales- no eran siluetas sin nombre, sino seres humanos que han encarado el riesgo de morir en otra latitud por desesperación o desesperanza, por motivaciones, anhelos, aspiraciones y experiencias tan diversas como incuestionables, tan profundas como ingobernables, porque ni el disuasorio modelo europeo de “fronteras verticales”, ni las mafias que trafican con refugiados y migrantes, ni la adversidad de geografías inhóspitas, alcanzan para doblegar la fuerza dinámica de la movilidad humana.
Pero si hay algo que este otro relato denuncia es que estamos ante un sistema opaco en su funcionamiento, que se permite ser violento y desproporcionado cuando nadie está mirando. Por eso lo ocurrido en Nador importa, porque hemos visto los instantes en que el sistema transgrede sus propios límites, hemos visto el resultado de que Europa destine generosos recursos económicos a la securitización y externalización de sus fronteras, en lugar de abrir caminos para nutrir las sociedades europeas de diversidad, juventud y talento.
Entre otras, porque ya no se trata solo de que la Agenda 2030 reconozca que la migración es un poderoso agente impulsor del desarrollo sostenible, una oportunidad para la transferencia de mano de obra, conocimiento e innovación (ONU), para la productividad y las finanzas públicas (IOM) y en general para el desarrollo económico (FEM), sino que hablamos de un fenómeno que redefinirá el futuro y el planeta.
Los desastres naturales y los efectos del cambio climático, los conflictos y los shocks económicos intensificarán la inquietud de hallar esperanza más allá de las fronteras. De hecho, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), ha señalado que la cifra de personas que han abandonado su hogar por estos factores alcanza ya los 100 millones, y según estimaciones del Banco Mundial, se prevé que la crisis climática podría forzar a 216 millones de personas a abandonar sus países de aquí a 2050.
Europa llega tarde a prepararse de forma sostenible para un futuro que parece indetenible. Ha cavado trincheras para atajar un fenómeno que pudo -y debió- haber abrazado hace mucho tiempo. Ha intentado con todas sus fuerzas levantar una arquitectura migratoria impenetrable, a la que hoy se le ven todas sus fisuras. Hace falta entonces un cambio de paradigma, de narrativa y de enfoque en las decisiones políticas, basado en una idea: la migración es natural, benigna y necesaria, pero sobre todo, inevitable. No se trata de encuadrarla en el utilitarismo económico, ni en reducirla a un asunto de vulnerabilidades irresolubles, sino de defender que todos los seres humanos tienen el derecho a una vida digna sin importar el suelo bajo sus pies, que la migración laboral, el arraigo familiar o la búsqueda de un refugio son, en suma, el ejercicio del derecho universal a habitar este planeta.
La compasión generalizada y el dinamismo institucional con el que se ha afrontado la terrible crisis de Ucrania, especialmente en materia de refugiados, deja en evidencia que se pueden crear nuevos caminos para el arraigo social y el empoderamiento económico de las personas extranjeras, sin que el idioma -por citar un pretexto recurrente en otros casos- sea un obstáculo. Habrá quienes digan que no es lo mismo. Y quizás todo el cambio empieza justo en esa reflexión: ¿Por qué para Europa no es lo mismo?
Cuando esa pregunta halle una respuesta realista y autocrítica desde las instituciones, los medios de comunicación, el sector empresarial, la academia y la sociedad civil, seguramente hallaremos la forma de evitar que la violencia vista en Nador ocurra nuevamente. Hallaremos la forma de orientar -sin instrumentalizar- la cooperación al desarrollo para que esos jóvenes tengan proyectos de vida en sus países de orígen o de destino, para que sus nombres no se pierdan en un desierto o una trinchera, para que sus madres sepan que llegaron a salvo. Y ese será el mejor memorial para todos los que han perdido la vida buscándola lejos de los suyos.
Santiago Sánchez Benavides es asesor en políticas públicas y cooperación para el desarrollo sostenible. Periodista y fundador de Voice (ES), una iniciativa para impulsar el empoderamiento económico de la población migrante en España.
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